Borges cuentos completos epub




















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Learn more about possible network issues or contact support for more help. Sacramento Public Library. Search Search Search Browse menu. Sign in. It's a First! Cuentos completos. Description Creators Details Todos los cuentos de Borges reunidos en un audiolibro Poeta, ensayista y narrador, Borges es una de las figuras primordiales de la literatura universal. Lo mejor de Jorge Luis Borges disponible para escuchar donde quieras.

Languages Spanish; Castilian. En aquel libro estaba declarado mi mal. Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda. Todo, hasta el intolerable Zahir. Calificar ebookelo. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando procurando pensar en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Yo anhelo recorrer esa senda.

A Wally Zenner ebookelo. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En el firmamento hay mudanza. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciones y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.

Un hombre se confunde, gradualmente, con la firma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Bendije la humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.

Ese ebookelo. A Ema Risso Platero ebookelo. En primer lugar, esa casa es un laberinto. En quinto lugar… Unwin, cansado, lo detuvo. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill. Recuerda el universo. Debieron avanzar uno tras otro por la complicada tiniebla.

Unwin iba adelante. En casa dije: «Ha venido un rey en un buque». Dicho lo cual, se fue. No precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es. Para quien verdaderamente quiere ocultarse, Londres es mejor laberinto que un mirador al que conducen todos los corredores de un edificio. El laberinto cuyo centro era un hombre con cabeza de toro. Dijo, para aplazar lo inevitable: —Cabeza de toro tiene en medallas y esculturas el minotauro. Lo que importa es la correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso.

El minotauro justifica con creces la existencia del laberinto. El rey vencido y el visir y el esclavo huyen por el desierto con un tesoro. Se refugian en una tumba. Duerme el visir, de quien sabemos que es un cobarde; no duerme el rey, de quien sabemos que es un valiente. Luego Zaid deshizo las tres caras con una piedra. Invertido en armar en tierra de infieles una gran trampa circular de ladrillo destinada a apresarlo y aniquilarlo.

La gloria sea con Aquel que no muere. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. No hay un alma en esta ciudad pude sospechar que no sepa ebookelo. Los testigos aprobaron mi desahogo, y fabricaron otras mentiras.

Un juez que se ha perdido y lo buscan. Hablar no basta; de los designios tuvieron que pasar ebookelo. Hablaba con alegre ferocidad. Hamlet, II, 2 But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nunc-stans as the Schools call it ; which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-stans for an Infinite greatness of Place.

Tiene como Beatriz grandes y afiladas manos hermosas. Copio una estrofa: Sepan. Blanquiceleste— Que da al corral de ovejas catadura de osario. Lo admito, lo admito. Daneri dijo ebookelo. Al abrir los ojos, vi el Aleph. En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. A los pocos minutos ves el Aleph. Entonces vi el Aleph. Posdata del primero de marzo de Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre.

Doy mis razones. En su cristal se reflejaba el universo entero. A Estela Canto ebookelo. Buenos Aires, 3 de mayo de Posdata de No aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de Las mil y una noches, quieren distraer o conmover y no persuadir. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. He situado mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio.

Buenos Aires, 19 de abril de ebookelo. En Turdera los llamaban los Nilsen. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara para que se sonriera.

En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida. Desde aquella noche la compartieron. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. El ebookelo.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Se abrazaron, casi llorando. Hay gente sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato. Siempre andaba de negro. Carne vieja. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas.

La gente me miraba por encima del hombro. Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Al principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari. Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Mientras dura el arrepentimiento dura la culpa. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos.

La cercaba una verja. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. El viaje en el Lacroze fue largo. Soy un buen argentino. Es lo mejor que puede pasarme. Las horas se me hicieron muy largas.

Estaba por llover. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial. Me aturdieron cuatro descargas. El bigote ralo era gris. La noche que lo mataron al Corralero. En fin, cada uno nace donde puede. Arriaron conmigo, como si yo fuera un criminal. Nadie fue a verme, fuera de Luis Irala, un amigo de veras, que le negaron el permiso.

Nada de agachadas ni de evasivas. No te voy a apurar. Nunca los pude ver a los radicales, que siguen viviendo prendidos a las barbas de Alem. Me di a los naipes y al ajenjo. Los viejos hablamos y hablamos, pero ya me estoy acercando a lo que le quiero contar. Un amigo como no hay muchos. Es el menos inmundicia de los Aguilera. Un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un hombre sino un marica.

Yo lo he visto actuar a Rufino en el atrio de Merlo. Es una luz. Soy un muchacho que, ebookelo. No quiso escucharme y se fue. La fiesta fue en el patio. No tengo miedo de pasar por cobarde. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden». Los protagonistas ya han muerto; quienes fueron testigos del episodio juraron un solemne silencio.

Los invitados no pasaban de una docena; todos, gente grande. Las fechas de los vinos se discutieron. Ni una palabra de volver. No quise mirar el reloj. Fuera del truco, cuyo fin esencial es poblar el tiempo ebookelo. Lo interrumpieron unas voces airadas. Las injurias de Uriarte no cejaban, agudas y ya obscenas.

La carcajada fue general. Alguien, Dios lo perdone, hizo notar que armas no faltaban. Otro dijo que era muy de Maneco elegir una espada. Duncan dijo con suave autoridad: —Este lugar es aparente. Los dos quedaron en el centro, indecisos. Pero ya los hombres peleaban. Sin el poncho que hace de guardia, paraban con el antebrazo los golpes.

Las mangas, pronto jironadas, se iban oscureciendo de sangre. Las armas eran desparejas. No los dejen seguir. Ya casi se tocaban los cuerpos. El acero de Uriarte buscaba la cara de Duncan. Sollozaba sin disimulo. El hecho que acababa de cometer lo sobrepasaba.

Resolvieron mentir lo menos posible y elevar el duelo a cuchillo a un duelo con espadas. Todo se arregla en Buenos Aires; alguien es siempre amigo de alguien.

Precisamente por aquellos pagos anduvo, a fines del siglo, otro pendenciero de mentas: Juan Almanza. Durante mucho tiempo se buscaron y nunca se encontraron. Nos quedamos pensando. Nunca nos tuvimos afecto. La historia puede interesarte. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador.

La recuerdo siempre de negro. Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Mi madre tuvo que tirarme del brazo. Sobre la mesita de luz estaba el candelero. Tu madre te ha mandado. No le dio al gringo ni un respiro. Fue amigo de Florencio Varela. A fines del 53 la viuda del coronel y sus hijas se fijaron en Buenos Aires. Las persianas de hierro, siempre cerradas por temor a la resolana, dejaban pasar una media luz.

Me acuerdo de un olor a cosas guardadas. Siempre fue generosa. Recuerdo los tranquilos ojos claros y la sonrisa. Lo mismo le daba comer una cosa que otra. Era, en suma, feliz. Le dedicamos una tercera parte de la vida y no lo comprendemos. Es verdad que lo conmemoraba una calle, pero esa calle, que muy pocos conocen, estaba perdida en los fondos del Cementerio del Oeste.

La fecha se acercaba. Las copitas de oporto y de jerez no daban abasto. Descorcharon varias botellas de champagne. Clara Glencairn de Figueroa era altiva y alta y de fogoso pelo rojo.

Sus detractores lo acusaron de haber invocado el ejemplo que nos dan las alfombras, los calidoscopios y las corbatas. Esa misma tarde, el premio fue otorgado por unanimidad a Clara Glencairn. La consabida cena de homenaje fue organizada y ofrecida por Marta.

Clara Glencairn pintaba contra Marta y ebookelo. Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos.

No ebookelo. No les fue permitido despedirse de sus familias. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.

Los hombres depusieron las armas. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. Les dio trabajo recordar a Silveira. Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos estaban como aturdidos.

Ya no les importaba la carrera, pero todos miraban. Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron.

Gracias al encomiable celo de nuestro embajador, el doctor Melaza, el gobierno argentino fue el primero en aceptar la desinteresada oferta. Se detuvo a mirar el patio; las baldosas negras y blancas, las dos magnolias y el aljibe suscitaron su verba. Estaba, creo, algo nervioso. Sospecho que el error fue deliberado. Yo me nutro de textos y me trabuco; en usted vive el interesante pasado.

Pronunciaba la ve casi como si fuera una efe. Espero morir en esta casa, en la que he nacido. Usted es el genuino historiador. Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenhauer. En Guayaquil o en Buenos Aires, en Praga, siempre cuentan menos que las personas. Cualquier cosa puede ocurrir. En los Mabinogion, dos reyes juegan al ajedrez en lo alto de un cerro, mientras abajo sus guerreros combaten.

La batalla de hombres era el reflejo de la batalla del tablero. Otra leyenda de los celtas refiere el duelo de dos bardos famosos. Ya bajo las estrellas o la luna, entrega el arpa al otro. El primero confiesa su derrota.

Acato y agradezco su voluntad. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad.

Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados.

Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Esto se llamaba una guitarreada. Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio. Para salvar a todos del infierno. Ya falta poco. La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo sepa, no fue dado nunca a la imprenta. He visto asimismo a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el suelo y se revolcaban.

Andan desnudos; las artes del vestido y del tatuaje les son desconocidas. Pulseras de metal y de marfil y collares de dientes adornan su desnudez. A todos les maravillaba mi barba, que era bermeja entonces; la ebookelo. He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar.

Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean en las inmediaciones de Buenos-Ayres. Centenares de veces he atestiguado este curioso don. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo. Suele asumir la forma de una hormiga o de una culebra. La frase Padre nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto de la paternidad. El idioma es complejo. Pronunciada de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario.

No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo to cleave vale por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu.

Otra costumbre de la tribu son los poetas. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte. Las balas, ya se sabe, son invisibles. La memoria de los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras en la selva no importan. Escribo ahora en Glasgow. Afirman la verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados.

No me arrepiento de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el deber de salvarlos. Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que se atreve a sugerir este informe». Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. Luego vinieron las palabras. Hubo un silencio largo. Estamos en , en la ciudad de Cambridge. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris. Voy a decirte cosas que no puede saber un ebookelo. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.

Esas pruebas no prueban nada. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Padre siempre con sus bromas contra la fe.

Ahora, las cosas andan mal. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Vi que apretaba entre las manos un libro. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Casi no me escuchaba. Whitman es incapaz de mentir. Medio siglo no pasa en vano. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. Tengo unos veinte francos.

Lleva la fecha de Siempre las referencias librescas. Le dije que iban a venir a buscarme. No te preocupes. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos tocado. He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie.

Creo haber descubierto la clave. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Nos presentaron. Es un acto de fe. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola. Podemos salir juntos los dos. Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven.

Nuestros caminos se cruzaban. Te pido mientras tanto, que no me toques. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Tomados de la mano seguimos. Quiso repetirlo y no pudo. Ya no quedan lobos en Inglaterra. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. Ya no quedaban muebles ni espejos. Como la arena se iba el tiempo. Ya no juego a ser Hamlet. Nunca he querido conocerlo. La muerte de aquel hombre, que ciertamente no fue nunca mi amigo, se ha obstinado en entristecerme. Es verdad que todos los hombres lo son, que no hay un ser en el planeta que no lo sea, pero yo lo soy de otro modo.

Las precisas fechas no importan. Recordemos que vine de Santa Fe, mi provincia natal, en No he vuelto nunca; me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me atrae, como quien se acostumbra a su cuerpo o a una vieja dolencia.

No me abochorna haber querido ser periodista, rutina que ahora me parece trivial. La gente hablaba del Congreso, algunos con abierta sorna, otros bajando la voz, otros con alarma o curiosidad; todos, creo, con ignorancia. Era robusto y alto. Nora Erfjord era noruega. Al salir de la casa, nos cruzamos con un hombre grandote. Recuerdo haber acariciado con reverencia los ebookelo. Los corrales eran de piedra; la hacienda era numerosa, flaca y guampuda; las colas arremolinadas de los caballos alcanzaban al suelo.

El piso era de tierra. Hicimos una legua a caballo, entre los descampados. Desde lejos vimos la obra. Recuerdo unos andamios y unas gradas que dejaban entrever espacios de cielo. Los dos obedecieron. Beatriz era alta, esbelta, de rasgos puros y de una cabellera bermeja que pudo haberme recordado y nunca lo hizo la del oblicuo Twirl.

Irala estaba descorazonado. Esto era previsible. Era la hora de la tarde y en la casa entraba el pampero. Antes de verlo, supe que era don Alejandro el que entraba. Noche, ceniza y olor a quemado quedaron en el patio. Me acuerdo de unas hojas perdidas que se salvaron, blancas sobre la tierra. No es unos cuantos charlatanes que aturden en los galpones de una estancia perdida. El Congreso es los libros que hemos quemado. El Congreso es Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es mis toros.

Ya no me queda un palmo de tierra, pero mi ruina no me duele, porque ahora entiendo. Estaba ebrio de victoria. Nos inundaron su firmeza y su fe. En la plaza tomamos un coche abierto. Autor Jorge Luis Borges. Referencia Fecha de disponibilidad: En , de Leer menos. Ver todo. Borges profesor Ir al producto. Borges profesor Jorge Luis Borges.

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